Hace no
demasiado alguien me dijo que nuestras decisiones no son nunca realmente
nuestras. Me explico, se refería a que cuando de entre numerosas y apetecibles
alternativas elegimos una, y sólo una, creyendo firmemente que hemos nacido
para tomar esa decisión -auto-dándonos palmaditas en la espalda por haber sido
capaces de averiguar qué es lo que nuestro subconsciente quería- realmente
estamos asumiendo una decisión que otros habían tomado antes por nosotros. Sí,
estamos altamente influenciados por nuestro entorno: nuestros amigos, familia,
las modas, lo que vemos por televisión, lo que leemos en el periódico o en ese
libro tan bueno que nos recomendó un amigo… todo, absolutamente todo condiciona
nuestras decisiones. Pero no es negativo, es cuestión de perspectiva.
Lo curioso y
bonito de la vida es entender que somos esponjas, seres altamente
influenciables, cambiantes, maleables; entenderlo y aprovecharlo, empaparse de
cada ápice de información que tengamos a mano, combinarla con la que ya
teníamos e intentar darle sentido, valor.
Llevo un mes
en Estados Unidos, sí, en la épica América. Y pienso ¿qué me ha traído aquí?
¿Por qué de entre todas las opciones que tenía, de entre todos los países del
mundo a los que podía haber ido elegí este? ¿Por qué mi sueño era, justamente,
venir aquí? Y tan fácil como sumar 2 más dos, pasan por mi mente miles de
exaltaciones de la cultura americana de las que he vivido rodeada durante toda
mi vida, y entiendo. Qué cosas!
Me sumerjo
entonces en mi subconsciente y experimento de nuevo mi primera visita a NY con
el canalla de Macaulay Culkin. Deseaba que fuera yo a quién sus padres, con el
trajín del que va a emprender un viaje, olvidaran en casa durante las
vacaciones de Navidad. Así podría dar de comer a las palomas, sentada en un
banco de un nevado Central Park y entrar en una de esas enormes jugueterías
americanas, que aquí no había de esas. Y si no encontraba ninguna, siempre
podría acercarme a Tiffany’s a observar durante horas su brillante escaparate. Por
lo menos hasta que viniera Audrey Hepburn, me invitase a su casa y cantáramos
juntas Moon River sentadas en el alféizar de su ventana.
Mi corazón
mete quinta mientras mi mente enfila Rodeo Drive. Tiendas increíbles, lujo,
cochazos, y pasta, mucha pasta para comprar tantos modelitos como quiera. Quién
pudiera ser Julia Roberts en Pretty Woman y encontrar, después de tan agotadora
jornada de compras, a Richard Gere esperándote con los brazos abiertos en
alguna suite de un hotel de lujo. Bueno, y si no tienes un Richard Gere en tu
vida, siempre puedes ir a visitar a tus primos a su mansión de Bel Air. Dónde
esté un primo cómo Will Smith que se quiten los primos Zumosol, lo siento, no
tienen tanto swag.
La siguiente
parada de este mental-trip es el 742 de Evergreen Terrace. No hay placer comparable
al de llegar de clase cada día, cogiendo el sofá con las ganas del que se ha
pasado seis horas sentado en una cama de pinchos, y encender la tele en el
momento justo en el que comienza a sonar la tan trillada sintonía que anuncia
la llegada de mi familia televisiva favorita. Lo juro, pocas cosas me hacen tan
feliz como volver a ver, por trigésimo quinta vez, un capítulo de “Los Simpson”.
No hay serie en el mundo que haya sabido caracterizar la cultura americana con
tal gracia y sarcasmo, y que lleve enganchando a una generación tras otra desde
el 89. Alabado sea Matt Groening!
La ilusión va
difuminándose, el sol se pone mientras sigo de cerca una silueta con un sombrero
de cowboy de medio lado que atraviesa, sin rumbo fijo, un campo de trigo. A lo
lejos, un granjero entrado en años se balancea en su vieja mecedora al ritmo de
una canción que parece provenir de su anticuada radio. La canción es American
Pie, me echo sobre el trigo y cierro los ojos. Me siento bien.
En un abrir y
cerrar de ojos el paisaje sureño se desvanece y vuelvo a estar sentada frente
al ordenador en mi apartamento de Cleveland. Es el momento de dejar de soñar y
vivir mi sueño americano.
Ana F.