martes, 30 de septiembre de 2014

VIVIENDO EL SUEÑO AMERICANO

Hace no demasiado alguien me dijo que nuestras decisiones no son nunca realmente nuestras. Me explico, se refería a que cuando de entre numerosas y apetecibles alternativas elegimos una, y sólo una, creyendo firmemente que hemos nacido para tomar esa decisión -auto-dándonos palmaditas en la espalda por haber sido capaces de averiguar qué es lo que nuestro subconsciente quería- realmente estamos asumiendo una decisión que otros habían tomado antes por nosotros. Sí, estamos altamente influenciados por nuestro entorno: nuestros amigos, familia, las modas, lo que vemos por televisión, lo que leemos en el periódico o en ese libro tan bueno que nos recomendó un amigo… todo, absolutamente todo condiciona nuestras decisiones. Pero no es negativo, es cuestión de perspectiva.

Lo curioso y bonito de la vida es entender que somos esponjas, seres altamente influenciables, cambiantes, maleables; entenderlo y aprovecharlo, empaparse de cada ápice de información que tengamos a mano, combinarla con la que ya teníamos e intentar darle sentido, valor.



Llevo un mes en Estados Unidos, sí, en la épica América. Y pienso ¿qué me ha traído aquí? ¿Por qué de entre todas las opciones que tenía, de entre todos los países del mundo a los que podía haber ido elegí este? ¿Por qué mi sueño era, justamente, venir aquí? Y tan fácil como sumar 2 más dos, pasan por mi mente miles de exaltaciones de la cultura americana de las que he vivido rodeada durante toda mi vida, y entiendo. Qué cosas!

Me sumerjo entonces en mi subconsciente y experimento de nuevo mi primera visita a NY con el canalla de Macaulay Culkin. Deseaba que fuera yo a quién sus padres, con el trajín del que va a emprender un viaje, olvidaran en casa durante las vacaciones de Navidad. Así podría dar de comer a las palomas, sentada en un banco de un nevado Central Park y entrar en una de esas enormes jugueterías americanas, que aquí no había de esas. Y si no encontraba ninguna, siempre podría acercarme a Tiffany’s a observar durante horas su brillante escaparate. Por lo menos hasta que viniera Audrey Hepburn, me invitase a su casa y cantáramos juntas Moon River sentadas en el alféizar de su ventana.




Mi corazón mete quinta mientras mi mente enfila Rodeo Drive. Tiendas increíbles, lujo, cochazos, y pasta, mucha pasta para comprar tantos modelitos como quiera. Quién pudiera ser Julia Roberts en Pretty Woman y encontrar, después de tan agotadora jornada de compras, a Richard Gere esperándote con los brazos abiertos en alguna suite de un hotel de lujo. Bueno, y si no tienes un Richard Gere en tu vida, siempre puedes ir a visitar a tus primos a su mansión de Bel Air. Dónde esté un primo cómo Will Smith que se quiten los primos Zumosol, lo siento, no tienen tanto swag.




La siguiente parada de este mental-trip es el 742 de Evergreen Terrace. No hay placer comparable al de llegar de clase cada día, cogiendo el sofá con las ganas del que se ha pasado seis horas sentado en una cama de pinchos, y encender la tele en el momento justo en el que comienza a sonar la tan trillada sintonía que anuncia la llegada de mi familia televisiva favorita. Lo juro, pocas cosas me hacen tan feliz como volver a ver, por trigésimo quinta vez, un capítulo de “Los Simpson”. No hay serie en el mundo que haya sabido caracterizar la cultura americana con tal gracia y sarcasmo, y que lleve enganchando a una generación tras otra desde el 89. Alabado sea Matt Groening!




La ilusión va difuminándose, el sol se pone mientras sigo de cerca una silueta con un sombrero de cowboy de medio lado que atraviesa, sin rumbo fijo, un campo de trigo. A lo lejos, un granjero entrado en años se balancea en su vieja mecedora al ritmo de una canción que parece provenir de su anticuada radio. La canción es American Pie, me echo sobre el trigo y cierro los ojos. Me siento bien.




En un abrir y cerrar de ojos el paisaje sureño se desvanece y vuelvo a estar sentada frente al ordenador en mi apartamento de Cleveland. Es el momento de dejar de soñar y vivir mi sueño americano. 



Ana F.

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